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Alguien dijo que el hecho que tengamos que morir no es un motivo válido que nos impida vivir. No tengamos la mirada fija en el final. No empañemos nuestra existencia con lágrimas. Disfrutemos cada etapa que nos toca vivir más inteligentemente.
No importa que vayamos envejeciendo. Mi experiencia personal la consideré siempre positiva. Fue linda mi niñez, con mis queridos padres, mis divinas hermanas. Fue linda mi adolescencia, romántica. Viví el amor en toda su plenitud.
En mi matrimonio, que duró cuarenta y seis años, fui feliz, tuve cuatro hijos. Y nunca me parecieron muchos. Yo iba envejeciendo lentamente, pero eso qué importaba.
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Trabajé treinta y cinco años de mi vida en algo que me gustaba mucho: fui profesora de música de jardín de infantes y de escolares hasta tercer grado.
Cuando cumplí cincuenta años fui a la Escuela Argentina Modelo a estudiar flauta dulce para poder transmitirles a mis alumnos de ocho y nueve años la ejecución de ese instrumento y poder hacerlos entrar en el maravilloso mundo de la música. El niño es feliz cuando se da cuenta de que puede tocar un instrumento. Fue para mí una experiencia lindísima. Mis alumnos llegaron a tocar la canción “Dos palomitas” a dos voces. Los padres, chochos.
Trabajé en esa hermosa profesión hasta los sesenta y ocho años. Hoy tengo ochenta y tres y estoy llena de vida, con el proyecto de un nuevo viaje a Europa. Me esperan dos casamientos: uno, el de mi nieto de Italia, excelente violinista que forma parte de la orquesta de la Opera de Berlín. El otro es de mi nieto de Francia, que se está por recibir de arquitecto.
¿Quién me retiene en Buenos aires?
Pienso que a cada uno de nosotros le puede ir así de bien si tiene, como dicen los franceses, “la joie de vivre”, la alegría de vivir. ¡Vamos todavía!
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